Conocí a Jon Lee Anderson en la segunda semana de diciembre de 2005. Fueron cinco días de encierro en la Fundación Proa, ubicada a unos pasos de Caminito, en la Boca, en la Ciudad de Buenos Aires, donde asistí a uno de sus talleres de perfiles periodísticos. Casi 20 años pasaron de aquella semana en la que 16 periodistas de Latinoamérica escuchamos a uno de los mejores maestros del oficio que suele impartir talleres y conversatorios organizados por la Fundación Gabo. Todavía recuerdo una de sus enseñanzas fundamentales. “Se debe mantener la distancia frente al personaje”, dijo en medio de la sala. “Entre los principales males que se pueden detectar fácilmente en un perfil está la falta de distancia del autor frente al personaje, lo que con frecuencia conduce a textos más cercanos a la vida y obra de un santo que a un artículo periodístico revelador”, agregó.
Aquella semana en Buenos Aires, Anderson tenía una inflamación leve en la mejilla derecha al estilo de las personas que suelen mascar hoja de coca. Había estado cuatro meses ininterrumpidos de cobertura en Bagdad, donde seguía el epílogo del régimen de Sadam Husein, cuando debió empezar las conexiones aéreas para llegar a tiempo a la Argentina. El colombiano Jaime Abello Banfi, director de la Fundación Gabo, fue el anfitrión de aquellos días para los periodistas recién llegados desde países como México, Venezuela, El Salvador, Colombia, Perú, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay, entre otros. “Se debe encontrar un punto medio -resaltó Anderson, en una de sus cátedras matutinas-. En una relación de respeto mutuo -insistió-, el periodista debe acercarse a la figura pública sin que se vea eclipsado por el poder, sin perder la facultad de juicio. Es necesario recordar siempre que, ante todo, los periodistas servimos al público y no a la persona”, advirtió.
El taller estaba dividido en sesiones de conversatorios que se abrían a las 9 y se cerraban a las 18 con una corta interrupción para el almuerzo. Luego, todo el grupo regresaba al mismo hotel, ubicado a una cuadra del Obelisco, para seguir las tertulias de periodismo, cenas y sobremesas cargadas de anécdotas de los personajes emblemáticos en los que trabajó Jon Lee Anderson como Augusto Pinochet, Hugo Chávez, Fidel Castro, Gabriel García Márquez, entre tantos otros. La noche avanzaba en algún restaurante cercano y terminaba en alguna librería de usados en la avenida Corrientes.
“En muchos casos -dijo Anderson en aquella clase magistral-, los periodistas inexpertos se convierten en portavoces de los gobiernos o del perfilado. Como resultado limitan la verdad y terminan informando lo que la fuente quiere. Quizás en algún momento todos somos utilizados. Pero hay que estar atentos para que esto no pase”.
En la ESMA
El prestigioso semanario estadounidense The New Yorker acaba de publicar un perfil del presidente Javier Milei escrito por Jon Lee Anderson. A fines de septiembre pasado, el maestro de talleres y autor de una de la biografía más rigurosa que se haya escrito del Che Guevara, regresó a Buenos Aires para avanzar en ese trabajo periodístico. Antes había estado en diciembre de 2023 durante el acto de asunción de Milei en la presidencia. Fue un testigo privilegiado cuando el libertario juró en el cargo y luego habló en las escalinatas, de espaldas al Congreso.
Tuve el privilegio de acompañarlo algunos días durante septiembre pasado, cuando Anderson estaba en plena etapa de entrevistas. El miércoles 25 a las 10, fuimos nada menos que a la ex Escuela de Mecánica de la Armada, donde hoy en día funciona un museo de la memoria, a tan solo cinco cuadras de la cancha de River. Me llamó la atención que Anderson escribía en español. Tomaba notas con la mano derecha en su libreta personal, mientras escuchaba a las autoridades del museo. Luego, un guía nos llevó a un recorrido por los sótanos, el casino de oficiales y los pasillos silenciosos de lo que fue aquel centro clandestino de detención en tiempos de la dictadura militar de 1976.
Patricio era el guía del museo. Un hombre de cuarenta y pico de años que nació en cautiverio, en el mismo sitio donde estaba parado frente a Jon Lee Anderson, mientras le explicaba cómo se torturaba a las víctimas de la dictadura. “Aquí hubo 47 mujeres que estaban embarazadas -detalló-. Se constató que de ese total nacieron 27 bebés en cautiverio. Las mujeres que no estaban embarazadas eran abusadas y violadas en el baño”, agregó, mientras señalaba un sector donde todavía pueden verse las marcas en las paredes originales de aquel sitio del horror.
Patricio hablaba pausado y en voz baja; a unos pocos metros, una delegación de estudiantes del secundario participaba de otra visita guiada. Anderson escuchaba y luego preguntaba. Patricio respondía. A su lado, la directora del museo añadía algunos datos históricos.
En una calle interna, los árboles se sacudían con un aire de tristeza. Por dentro, una escalera nos llevaba a lo que habían sido las habitaciones de los oficiales. Más arriba, en el altillo del Casino de Oficiales, permanecían los “capuchas”, tal como les llamaban en la jerga de los marinos a los detenidos. El recorrido siguió por la sala de maternidad. Es una habitación de paredes de color claro, en el tercer piso, iluminado ahora con luz tenue, y vacío de muebles. Hay paneles en los que se cuentan las historias de los partos de muchas de las prisioneras que habían llegado embarazadas y que dieron a luz antes de ser asesinadas.
El silencio y la congoja apenas se interrumpían con las pisadas sobre las pasarelas de madera. Varias veces nos cruzamos con la delegación de estudiantes que avanzaban con otro guía del museo. La luz era lúgubre en los pasillos, el aire era pesado, y la tragedia se percibía entre las paredes. “Aquí sufrían la tortura -dijo Patricio, de pie junto a un habitáculo donde apenas cabía una persona en posición fetal-. La picana eléctrica le aplicaban en las piernas, en los brazos, en la cabeza, en los genitales y en las encías”, agregó en medio de un suspiro contenido. Estar parado allí, en el mismo sitio donde una persona ha sido torturada, estremece.
Luego de casi dos horas de visita, reportajes y un recorrido guiado, Anderson fue abordado por el equipo de prensa del museo para una foto como suelen hacerlo con las personalidades que llegan a la ex ESMA. El periodista convertido en entrevistado. “Es muy conmovedor venir a sitios como este -dijo Anderson-. He sabido de la ESMA desde hace cuarenta años y quería entender cómo funcionaba, cómo operaba dentro de una ciudad capital. Es un lugar con una notoriedad internacional y es indispensable que lugares así funcionen como lugares de formación y enseñanza a futuras generaciones, justamente porque estamos en una época en donde se cuestiona y se falsifica el pasado y eso es una advertencia a todos nosotros de que tenemos que mantener, sea como sea, las historias más importantes vivas, sobre todo las historias de las sociedades cuando entran en una etapa de perversión, de fragmentación moral; en todas las culturas sucede y es algo que es muy inquietante. Es una de las cosas más horripilantes de las sociedades”, insistió.
En aquel taller de 2005, Anderson decía que para hacer buen perfil deben existir ciertas condiciones ineludibles para los periodistas, entre las que figuran, el acceso permanente al personaje sobre el que se va a escribir, lograr que deje las puertas abiertas de él y de su entorno, acercarse a su vida familiar, al cerco de amigos y a sus críticos, hablar con los parientes y con enemigos e ir a los lugares donde ocurrieron los hechos para establecer las conexiones entre el lugar y lo que salió de la cabeza del personaje.
En su agenda de trabajo de aquel último miércoles de septiembre incluía una visita a la zona del Abasto de Buenos Aires, donde vivía Milei mucho antes de llegar a la presidencia. Eran tiempos en que empezaba a desfilar como una celebridad por los programas de la televisión porteña. Llegamos a la esquina de Gallo y Guardia Vieja, donde está el complejo de cuatro torres. Milei residió con sus perros, en el piso 21 de la torre Enrique Santos Discépolo. Un vecino nos abrió la puerta de entrada para pasar el control de seguridad privada y nos llevó al ascensor. En el trayecto recordó algunas anécdotas de quien hoy es el presidente de los argentinos. “Era panelista y hablaba de economía. Cada vez que aparecía en televisión, los vecinos decían: este tipo no debe ser muy buen economista, porque vive aquí”, rememoró riéndose. Anderson tomaba notas en su libreta y hacía fotos con su celular.
Luego bajamos por el mismo ascensor, mientras el vecino decía que Milei solía sacar al perro hasta la puerta, todas las tardes, casi a la misma hora. “Se paraba ahí -recuerda señalando hacia la esquina de la calle-, y le gustaba llamar la atención de la gente. Le gustaba que lo miraran”, repitió y Anderson hizo una mueca sonriente, mientras yo me moría por preguntar, pero no podía, no debía. Solo era un espectador afortunado, pero solo un espectador. Todavía nos faltaba la última parte de la agenda de aquel día: llegar a la habitual marcha de los jubilados frente al Congreso.
El vecino de Milei aclaró que al único que vio en aquellos tiempos fue al perro Conan. Dijo que los residentes se quejaban por los olores de los perros y que eran muy ruidosos. Insistió en que debido a esas quejas, Milei se vio forzado a mudarse a un country en la zona de Pilar, a unos 40 minutos de la Ciudad de Buenos Aires.
Otra de las premisas que me dejó aquel taller de Anderson en La Boca fue que un periodista debe elegir bien lo que incluirá en el texto. “No todas las escenas que uno presencie en la reportería son incluidas -aconsejó-. Muchas se quedan afuera. Hay que saber reconocer las que son más importantes para la historia, las que ayudan a llevar el hilo conductor. No se pueden narrar escenas simplemente porque el periodista las vivió; tienen que tener un sentido lógico en la narración”.
Protesta de jubilados
Pasadas las 18 llegamos a la zona del Congreso. Como todos los miércoles a la tarde, un grupo de jubilados protagonizaban la protesta que ya es una costumbre frente al histórico edificio donde sesionan los diputados y los senadores nacionales. Anderson comenzó a caminar el lugar y a mezclarse entre los jubilados hasta conversar con algunos de ellos como si fuese un movilero más de la televisión porteña.
[Unas pocas docenas de jubilados se pararon en una acera con carteles -escribió en el texto publicado en The New Yorker-, rodeados por una falange de policías con equipos antidisturbios. Un hombre con una prolija barba blanca sostenía un cartel que decía ‘Ayúdenme a luchar, ustedes son los siguientes’. Se presentó como Walter, un metalúrgico jubilado de setenta y dos años. Dijo que las medidas de Milei harían la vida más difícil para personas como él y para muchos otros que estaban en peor situación].
En la tarde de aquel miércoles, Anderson grabó varias entrevistas en la calle con los jubilados hasta que, con los últimos rayos de sol, partimos hacia otro sitio más relejado como es Eterna Cadencia, una librería famosa que tiene áreas de lectura, una cafetería y un restaurante en el atrio. La noche empezaba a dominar las calles de Buenos Aires. Era el momento ideal para un café, y una conversación animada a la que también se sumó Prue Lewarne, periodista de Dateline, el programa de SBS, y reconocida por un trabajo en el que acompañó a los migrantes centroamericanos en el tren “La Bestia” y su sueño de llegar a Estados Unidos.
Libros para llevar
Al patio interno de la librería llegaron varios periodistas porteños que no querían dejar pasar la ocasión para tomarse una foto con Anderson. En ese grupo estaba Facundo Pastor, un colega que no ocultaba su ansiedad por obsequiarle un ejemplar de su reciente libro Isabel Martínez de Perón. Otra vez, el aire de tertulia se instaló en el lugar y la conversación pasó por varios matices, entre una y otra foto tomada con celular.
Antes de salir de la librería, Anderson compró un paquete de seis libros para su colección personal. Entre los elegidos alcancé a ver Futuro ancestral de Aílton Krenak, La Llamada de Leila Guerriero, y otros dos acerca de José “Pepe” Mujica. La noche caía en Buenos Aires, cuando Anderson hizo una llamada importante para su próximo trabajo periodístico. En la vereda, sacó su Iphone y marcó el número de Lucía Topolansky, esposa del ex presidente uruguayo José Mujica. Le dijo que quería visitar a “Pepe” en su casa y era una manera de pedir permiso teniendo en cuenta la precaria salud del veterano caudillo político. Así acordó que lo visitaría el fin de semana siguiente, tras concluir su ronda de entrevistas por el tema Milei.
Dejamos la librería y caminamos por la zona de Palermo Hollywood, alrededor de las 22, hasta sentarnos a cenar en un restaurante italiano, donde comimos pastas para bajar los decibeles de un día agitado. Estaba en la última etapa de su trabajo con más de treinta entrevistas en dos viajes a la Argentina. Minutos después de la medianoche llegamos al hotel CasaSur, en la calle Costa Rica al 6000, donde Anderson, Prue Lewarne y yo teníamos cada uno su propia habitación en el tercer piso. Lo que nadie sabía y Jon Lee Anderson ni siquiera imaginó aquella noche es que él estaba en la habitación 310, la misma habitación que tres semanas después se convertiría en un escenario de escándalo internacional, porque allí murió Liam Payne, ex cantante de "One Direction". Pero esa es otra larga, muy larga, historia.
© LA GACETA
Miguel Velárdez - Periodista de LA GACETA, becario de la Fundación Gabo.
El otro presidente MAGA*
Por Jon Lee Anderson
¿Quería una selfie? Me la ofrecía Javier Milei, el presidente de Argentina. Muchos de sus seguidores querían una; Internet está llena de fotos de él con fans eufóricos, líderes regionales y compañeros de viaje internacionales como Elon Musk. En su oficina, adoptó su pose habitual, con el rostro inclinado hacia la buena luz, los labios fruncidos y dos alegres pulgares hacia arriba. La postura me resultó molestamente familiar y luego me di cuenta de que recordaba al personaje psicótico Alex de ‘La naranja mecánica’ de Stanley Kubrick. ‘¿Naranja mecánica?’, pregunté. Los ojos de Milei brillaron y asintió, riéndose, y luego amablemente retomó la pose…
Fuera del trabajo, Milei parece haber llevado una vida solitaria. Al parecer tenía pocos amigos cercanos y pasó una década sin hablar con sus padres. Mariano Fernández, un economista que trabajó con él a partir de 2005, lo recuerda como un solitario; Fernández lo llevó algunas veces a bares, donde Milei, abstemio, pidió jugo. La conversación era generalmente impersonal, centrada en política, perros y, la mayoría de las veces, debates sobre economía...
Durante mi visita, sus altas ventanas estaban bloqueadas por pesadas cortinas doradas, que estaban cuidadosamente cerradas con alfileres para impedir la entrada de la luz. Al explicar la atmósfera crepuscular, Milei señaló sus ojos y dijo que era fotosensible. Me contó que la tarea de combatir la inflación lo mantenía trabajando desde el amanecer hasta bien entrada la noche. Sonriendo con tristeza, se dio unas palmaditas en la cabeza y dijo: ‘Me están saliendo algunas canas y se me está afinando la parte superior’.
*Fragmentos.
Perfil
Jon Lee Anderson (California, 1957) fue corresponsal de guerra en Siria, Afganistán, Libia e Irak. Desarrolló una escuela sobre la forma de escribir perfiles. En los más recientes abordó a Evo Morales, Jair Bolsonaro y Gabriel Boric. Entre sus libros se destacan Che Guevara: Una Vida Revolucionaria (1997), La tumba del león (2002), La caída de Bagdad (2004) y El dictador, los demonios y otras crónicas (2009). Forma parte de la plantilla permanente de la revista The New Yorker, y es maestro de la Fundación Gabo. En 2013 ganó el Premio María Moors Cabot, uno de los dos galardones periodísticos más relevantes de los Estados Unidos.